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AUTOSCOPIA

¿Existe lo silenciado?

¿Existe lo silenciado?

Sí, claro que existe pero no tiene peso social. Y las consecuencias son múltiples: lo que no vemos ni oímos en el espacio público carece de importancia en ese ámbito. Si no se ve, ni se habla, si no tiene tiempo ni sitio, no es digno de interés ni de debate. Desaparece.

Lo que no puede insertarse en un relato socialmente compartido, queda relegado a anécdota personal: algo habrás hecho tú para que te pase esto. Y, si no has hecho nada, pues será cuestión de mala suerte... En suma: has de vivirlo sola, sin ecos, sin espejos, sin apoyos, sin lugar simbólico. Has de vivirlo en la pura inanidad e intrascendencia. Pero, en cualquier caso, se trata de un asunto privado –puede que vergonzoso- con el que tú verás cómo te las arreglas. No incumbe a la sociedad.

Porque sólo el relato público (sea de ficción o no) consigue que las experiencias privadas se inserten, en palabras de Rubert de Ventós (El País, 9-12-97), en un "Orden de discurso que le permite a la gente reconocerse, recuperar su legitimidad, salir de su escondite". El relato público trasforma lo acontecido y lo convierte en vivencia digna de ser contada y escuchada. Le concede peso, lugar y trascendencia social.


El caso de Ana Orantes

A la televisión le reprochamos múltiples males, unos justificados y otros no tanto. Nuestro juicio dependerá de muchas variables. Como muestra, un pequeñísimo botón: ¿qué es la telebasura? ¿qué criterios aplicamos para clasificar a un programa y no a otro en ese apartado? Observo, por ejemplo, que los programas dirigidos fundamentalmente a un público femenino son calificados con suma facilidad como telebasura y que la permisividad es mayor con los que interesan a otros públicos. ¿Era más telebasura el programa donde Ana Orantes denunció su situación que Crónicas Marcianas o que El día después? ¿Son todos los Talk Shows iguales?

El caso de Ana Orantes fue el primero al que los medios dedicaron algo más que unas pocas líneas en las páginas de sucesos. Y si tuvo eco en todos los medios fue porque ella personalmente había denunciado su situación ante las cámaras . A partir de ese asesinato, el asunto del maltrato ha conseguido cierta cobertura en los medios.

Con todo, el 21 de noviembre de 2001, por ejemplo, todos los periódicos concedieron tanta o más importancia a la bomba que explotó en Bilbao hiriendo levemente a dos ertzainas que al asesinato de una mujer y sus tres hijos perpetrado por su padre y marido. Y podemos asegurar que si las consecuencias hubieran sido opuestas -que la bomba hubiera matado a cuatro personas mientras un varón hubiera solamente herido a su mujer y a sus hijos- los medios no habrían ni mencionado la segunda noticia.

Constatamos, además, que este tremendo asesinato de Valencia no ha originado tertulias de análisis políticos y/o sociales, ni declaraciones institucionales, ni debates parlamentarios, ni manifestaciones convocadas y encabezadas por los líderes de los partidos...

En éste, como en otros muchos casos similares, los medios comentan que el asesino era un señor “normal”, cuando no ejemplar, cuyos actos resultan inexplicables, seguramente producto de un repentino ataque de locura. Parece, pues, que estemos ante un episodio puntual e imprevisible, desconectado de las demás realidades que nos rodean. Una desgracia enigmática que le ha ocurrido a unos individuos concretos. Y así El País del 25-12-2001 daba la noticia del funeral de las víctimas bajo este titular: Crimen en una familia feliz.

Nadie, sin embargo, hace comentarios similares sobre los terroristas de ETA. Nunca oímos decir que eran unos chicos estupendos, trabajadores, simpáticos y que si han asesinado a una persona será porque han perdido súbitamente el juicio. Todo el mundo está de acuerdo en que, al margen de que uno o bastantes etarras sufran alguna patología mental, el terrorismo nacionalista tiene alcances, implicaciones y sustratos sociales. ¿Porqué se le niegan esas conexiones a esta otra violencia mucho más feroz, más constante, más extendida?.


Acuerdos y desacuerdos

Entre los que abominamos de la violencia de género se dan, por supuesto, disparidad de criterios. Algunos no la consideran equiparable o peor que la violencia terrorista. Otros (y, sobre todo otras) pensamos, sin embargo, que no es posible hablar de Estado de Derecho si no se respetan y salvaguardan la libertad, la dignidad, la integridad física, el control de la propia vida, etc. de una parte importante de la población (12,4% de las mujeres sufre maltrato, según el último estudio de 2001 realizado por el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales) y esa salvaguarda ha de aplicarse a todas y cada una de las facetas que componen nuestra vida tanto pública como privada pues, como el feminismo lleva años señalando, lo personal es político.

Nos parece absolutamente abominable que alguien no pueda expresar o plasmar sin graves riegos sus opciones, opiniones, simpatías, posiciones y propuestas en cualquier ámbito humano. Y así, morir por estar afiliado a un partido u ocupar un cargo público no es más horroroso que morir porque tu marido, compañero sentimental (¿?), novio, padre, etc. considera que: “Yo decido. No soporto lo que dices o haces. Tú no me dejas a mí si no es con los pies por delante. De modo que tú hasta aquí has llegado”.

Pero, como ya señalé, ésta es una percepción que no todo el mundo comparte. Y si tomamos los medios de comunicación como barómetro, comprobamos que la quema de un par de cajeros en el País Vasco, ocupa y preocupa más que los casi dos millones de mujeres maltratadas (1.865.000, más exactamente, según el estudio antes citado).

Cabe preguntarse qué locura empujaba a Francisca González cuando, en enero de 2002, asesinó a dos de sus hijos en Santomera. Cabe preguntárselo (aunque la pregunta no justifica ni hace más soportable tal atrocidad) porque estadísticamente es muy raro que una mujer mate a sus hijos. Pero, como demuestran las cifras, la violencia de los hombres contra las mujeres no constituye un caso aislado. Es sistemática y recurrente.

Sabemos que no estamos ante un fenómeno puntual (producto de “un arrebato individual de locura inexplicable”). Es un grave problema social provocado, justificado, espoleado por la ideología patriarcal y machista.

El debate debe girar, pues, en torno a las estructuras y las ideologías sociales que generan y sustentan tales comportamientos y que acarrean más muertes y más sufrimiento a muchas más personas que el terrorismo etarra. Pero el rechazo público e institucional hacia los maltratadores es, sin embargo, mucho más leve, las penas también y nadie pide escolta para las mujeres maltratadas y amenazadas a pesar de que en algunos casos los asesinos habían anunciado repetida y abiertamente sus propósitos...

Mar Herrero murió asesinada el 13 de octubre de 1999 por un ex novio. Vivió aterrorizada durante meses. Había interpuesto infructuosamente 14 denuncias. Su asesino estaba en libertad condicional porque ya anteriormente había sido condenado por disparar contra otra “novia”. Pero ni siquiera con semejantes antecedentes se tomaron medidas para proteger adecuadamente a Mar.

Esta criminal desidia por parte del aparato judicial y policial no hubiera sido posible si el problema de la violencia de género se valorase adecuadamente y ocupase un lugar destacado en las propuestas y análisis sociales y/o políticos, en las declaraciones institucionales, en los debates parlamentarios y mediáticos, en las manifestaciones convocadas y encabezadas por los líderes de los partidos, etc. etc.

En consecuencia, necesitamos imperativamente que los medios de comunicación de masas, los relatos socialmente compartidos, den voz y existencia pública a lo que tantas mujeres sufren. Sólo así las agresiones y la violencia masculina no aparecerán como una maldición que le ha caído a una mujer concreta, mala suerte, algo fatídico que carece de explicación o interpretación cultural, social, ideológica. Que hay que vivir, por lo tanto, en la soledad, la resignación, la culpabilidad....

Y sólo cuando la mayoría de los individuos y los poderes públicos valoren correctamente las causas y la gravedad de esta violencia, podremos considerar que avanzamos a buen paso hacia su erradicación.


¿Qué dicen las ficciones?

Pero, al hablar de relatos, no podemos olvidar los de ficción y, menos aún, los cinematográficos y audiovisuales. No sólo por su sobreabundancia sino por sus características que los hacen especialmente aptos para educar nuestras emociones. El lenguaje audiovisual no es explicativo, ilativo, abstracto. Es un lenguaje emocional que burla con suma facilidad los filtros racionales. Una ficción audiovisual fabrica e induce sentimientos y hace que los compartamos.

Cuando me propuse estudiar cómo trataba a las mujeres el cine español de los noventa incluí varios ítems para analizar de qué modo reflejaban las películas la violencia de género.

Primera sorpresa: la violencia de género era casi inexistente en nuestro cine.

Encontré, eso sí, algunos personajes femeninos que les pedían “caña” a sus respectivos hombres. Dice, por ejemplo, la protagonista de La teta y la luna (Bigas Luna, 1994): “Mierda de libertad, deberías haberme pegado una paliza”.

Sólo una película presentaba una mujer “oficialmente” maltratada: Siete mil días juntos (Fernán Gómez, 1994) pero cuando digo “oficialmente” digo bien porque, mientras los vecinos la oían por el patio quejarse y suplicar a su marido que no le pegara más, la cámara mostraba lo que de verdad ocurría: él se mantenía a metro y medio de distancia y no le tocaba ni un pelo.

Esa mujer a la que los vecinos creen una víctima es, en realidad, tan arpía que a su pacífico marido no le queda más remedio que matarla por una simple cuestión de supervivencia. Mensaje: “Cuando una mujer se queja de maltrato ¡vaya usted a saber lo que de verdad pasa! quizá el mártir sea el pobre marido”.

Pregunto: ¿sería su director un señor tan admirado y laureado si se atreviera a tratar el tema de la violencia etarra como trata el de esta otra violencia?

No encontré tampoco hombres que acosaran sexualmente a sus subordinadas y colaboradoras aunque sí a mujeres que hacían lo propio con los hombres: Salsa Rosa (Gómez Pereira,1991) o Los peores años de nuestra vida, (Martínez Lázaro, 1994 ).

La violación, al contrario que el maltrato, aparece en muchas películas. Pero en vista de cómo se muestra o de los comentarios y referencias que se hacen, tampoco se puede catalogar cómo violencia. Resulta ser, por el contrario, un óptimo ingrediente para elaborar simpáticos y divertidos episodios (recordemos Salsa Rosa o Kika) cuando no escenas voyeuristas rebozadas de regodeo visual. Abundan, incluso las “víctimas” que se lanzan con tal entusiasmo al cuello del violador, que éste tiene que ponerlas en sus sitio. Así, en la película El cianuro... ¿solo o con leche? (Ganga, 1993), cuando el violador aparece, la presunta víctima se le abraza con tal fervor que él (el apuesto y apetitoso Sazatornil) le dice: "No, no, no. Lo está usted haciendo fatal. Soy yo el que tiene que violarla". Pero aclaremos, por si hubiera dudas, que el grado de belleza de un violador no cambia el espanto. Y, sin embargo, cuando en Matador (Almodóvar, 1987), Antonio Banderas va a comisaría a acusarse de haber violado a una chica, la agente de policía comenta: “Las hay con suerte”.

El mismo jolgorio e intrascendencia se usa para aludir a los casos de abusos con niñas. Por ejemplo, en Todos a la cárcel (Berlanga, 1993), una niña se queja a su abuela de que el viejo que va junto a ella en el asiento de atrás del coche, la está tocando, la abuela dice en tono desenfadado: “Esas manos”. Sin inmutarse, sin ni siquiera volverse.
El personaje que interpreta Arancha del Sol en Pelotazo nacional (Ozores, 1993) dice textualmente: “Cuando yo tenía siete años mi abuelo me violó y me gustó”.

Podemos comprobar, pues, que, todos los directores, por diferentes que sean en otros aspectos, muestran en éste la misma sensibilidad.

Desde luego y afortunadamente, las cosas están cambiando (reconforta comprobar que la lucha de las mujeres da sus frutos). En los dos últimos años se han rodado algunas películas que abordan el asunto con otra focalización: Solas (Zambrano, 1999), el corto Amores que matan (Icíar Bollaín, 2000), Sólo mía (Javier Balaguer, 2001) y El Bola (Mañas, 2000). Desde luego son películas dispares en todos los sentidos. Los límites de este artículo no me permiten entrar en su análisis que tendría que ser extenso porque ninguna conlleva mi adhesión, sin más, aunque me alegre -y mucho- de que el cine empiece a tratar la violencia de género.


El regodeo

Pero, si salimos del cine español y del corpus formado por comedias, dramas y melodramas, es decir, si nos vamos al cine americano y/o nos centramos en otros géneros, entonces comprobaremos que ocurre exactamente lo contrario: no hay psicópata ni asesino en serie que no destroce -con gran vistosidad, por supuesto- a media docena de mujeres.

Desde Copycat (J. Amiel, 93) a Gunmen (Sarofian, 92) son innumerables las películas que para demostrar lo malo que es “El Malo” usan la tortura, la violación, el asesinato de mujeres con todo lujo de detalles y con gran regodeo visual. Y cuando se usa ese regodeo para mostrar la violencia, hay que preguntarse: ¿con qué fines, con qué intencionalidad significativa? Porque, si analizamos cómo se construyen estas escenas, comprobaremos que, además, suelen deleitarse en el sufrimiento de las víctimas sin que sea dramática o narrativamente necesario. Y llegan, incluso a hacer tomas en cámara subjetiva con el atacante cuando sabemos que existe una contundente identificación entre la mirada del personaje, la mirada de la cámara y la de los espectadores.

Salvo honrosas excepciones, el cine oscila, pues entre dos extremos: la ocultación y la delectación visual.

Ocultación en las películas que, pretendidamente, intentan reflejar la realidad cotidiana en la que vivimos (comedias, dramas, melodramas).

Regodeo en los géneros que basan su eficacia y su gancho en el terror, la violencia, el enfrentamiento de buenos y malos.

Porque lo que no quiere hacer el cine, es hablar de la violencia existente, esa que tantísimas mujeres sufren, ni de las circunstancias y condicionantes reales que la acompañan y espolean.


Educación sentimental

Pero alguien puede opinar que, después de todo, sólo son películas, pura ficción. Y nadie, ni siquiera los niños muy pequeños, confunde la ficción con la realidad.

Bien, pensemos esto: un o una adolescente aprende la diferencia entre la oración adversativa y la completiva. Se lo dicen sus profesores y los libros. No duda de que sea verdad. ¿Y qué? ¿Eso Influye en su modo de estar en la vida, de relacionarse con los otros, de plantearse su futuro, de gestionar los conflictos, de elaborar la propia agresividad, la propia angustia o el propio deseo? ¿Hasta qué punto ese saber y otros muchos de los que la escuela le trasmite va a modificar sus formas de entender e interpretar el mundo?

Pero, por el contrario, los relatos, sean verdad o mentira, sí van a modelar su vida. Los relatos son piedra angular en la construcción de la propia identidad. A través de las estructuras narrativas, construimos nuestra comprensión, nuestro entendimiento, nuestra experiencia del tiempo, del antes y del después, la concatenación causal y explicativa de los acontecimientos. Los relatos son, además, modelos para la aceptación o el rechazo de lo que nos rodea, para la exploración de los límites. Un humano, para constituirse como tal, necesita las narraciones. Ahora bien, el que un relato sea verdad o mentira, ficción o realidad, para nada modifica nuestra capacidad de modelar nuestra vida, de darnos explicaciones, de labrarnos mapas afectivos y sentimentales. Hablando en plata: Una ficción, por falsa que sea, puede impactarnos y dejarnos muchas más huellas que un episodio real.

Los relatos audiovisuales obturan nuestro distanciamiento, activan nuestra proyección, nos crean así lazos simbióticos y afectivos incluso con situaciones y personajes que racionalmente detestaríamos. Logran que nos parezca irresistible un prepotente chuleras y que nos parezca insoportable la mujer que le niegue, en cualquier terreno, lo que él pide.


La importancia del relato mediático

Todos los días constatamos que los medios de comunicación influyen –y mucho- en nuestra percepción de la realidad, en la valoración que hacemos de lo que nos rodea, en nuestras opiniones. Quizá, sin embargo, deberíamos reflexionar más sobre el hecho de que esta poderosa maquinaria (sobre todo la audiovisual) fabrica y modula no sólo, ni siquiera principalmente, nuestro discurso racional, sino y sobre todo, nuestros mapas emocionales.

Y ya sabemos hasta qué punto nuestras actuaciones y opiniones están en realidad gobernados por nuestros sentimientos que, eso sí, con frecuencia aparecen justificados con un ropaje supuestamente argumentativo.

Ello queda crudamente al descubierto cuando se tocan ciertos temas (la opresión de las mujeres, el nacionalismo, la violencia como medio de solucionar problemas, la xenofobia, etc.) ante los cuales reaccionamos sin racionalidad alguna porque están anclados en una educación sentimental muy primaria. Hasta las mentes más preclaras pueden patinar estrepitosamente (y para qué hablar de las menos preclaras...).

Con los discursos audiovisuales (sean o no de ficción) se da, pues, este doble problema añadido: tienen una gran fuerza educadora, es decir, nos afectan mucho emotivamente y, además, estamos muy desvalidos frente a ellos porque, ciertos mecanismos que actúan de filtros y sensores con los mensajes orales, resultan ineficaces con la imagen narrativa.

Eso quizá explique por qué, por ejemplo, en el programa “¡Qué grande es el cine!” los participantes reaccionan ante películas que escenifican la violencia contra las mujeres, justificando tales actuaciones y/o revistiéndolas con un aura erótico-amorosa. Así ocurrió cuando comentaron El coleccionista (Wyler, 1965). El rapto, la terrible tortura psicológica y la muerte de la protagonista se explicaban, según ellos, por “el amor” que le profesaba su verdugo, un chico algo desequilibrado pero de motivaciones puras. Garci calificó la historia de “romántica”.

Otro tanto sucedió con Los pájaros (Hitchcock, 1963). Compararon el tremendo ataque que sufre la protagonista con una violación; se deleitaron comentando el plano que nos muestra sus piernas en la misma escena. No les pareció espeluznante el hecho de que esa mujer, que al principio del film aparece libre y autónoma, moviéndose en grandes espacios, con mente despierta e irónica, termine catatónica, con la mirada perdida, sin lugar propio, convertida en un cuerpo casi inerte y totalmente dependiente. Todo ello, lejos de horrorizarlos, les pareció una prueba palpable de que Hitchcock amaba a Tippi Hedren.

Sabemos que, a menudo, cuando en el patriarcado se habla del amor de los hombres hacia las mujeres, en realidad se está hablando exclusivamente de deseo sexual y que esa palabra, “amor”, no implica ningún interés ni consideración hacia nuestras personas o hacia nuestro mundo. Lo sabemos, pero no deja de horrorizarnos comprobar que también se llama así (amor) al desprecio manifiesto, al sadismo, a la tortura...

Y, aunque el cine no ha inventado el machismo, se decanta por jalearlo con entusiasmo. Y lo hace, además, de forma muy sibilina y subrepticia. Y así, no cabe duda de que ni Garci ni ninguno de los otros participantes manifestaría su arrobo ante una muestra de la violencia de género similar a la que hacen estas películas si la loa fuera verbal. No se atreverían a expresar públicamente (al margen de cuáles sean sus opiniones) que el asesinato de Ana Orantes, el de Mar Herrero o cualquier otro de los que se comenten cada semana, es una prueba del amor que sienten esos “románticos asesinos”.

Igual que les pasa a los participantes del programa (expertos, sin embargo, en cine) nos pasa a la mayoría: nos resulta dificilísimo ser críticos con los mensajes que fabrican las imágenes que, por lo tanto, nos influyen y nos manipulan sin que seamos conscientes de ello.


La primera violencia

Considero que la piedra angular sobre la que se basan los demás sometimientos, la que los justifica, es el descarado acaparamiento del protagonismo por parte de los personajes masculinos.

Así, cuando nos sentamos ante una pantalla (TV o cine, ficción o noticias), en el noventa por cien de los casos –y me quedo corta- recibimos este mensaje: Los hombres exploran el universo físico, psíquico y simbólico que el relato propone, ellos y sus historias son lo importante. Las mujeres son sólo un episodio. Concretamente, quedamos acuarteladas en el episodio amoroso.

Es más: aunque colateralmente podamos vivir otras cosas, en el fondo, el único modelo de aventura posible para una mujer es el amor. Amor, compendio de nuestra vida, alfa y omega de nuestra existencia.
Pongamos un ejemplo paradigmático: Casablanca, ¿Cuál es la función del personaje de Ingrid Bergman? ¿Cuál es su papel en los enfrentamientos y transacciones de la película? Ella sólo aparece definida en función de los personajes masculinos: amada y origen del sufrimiento de uno y esposa sacrificada de otro. Es un bello maniquí que ni opina sobre el momento histórico en el que viven ni es capaz de decidir su propio destino... Lo que en el fondo plantea y dirime este film, su significado real, circula exclusivamente entre los personajes masculinos.
Y nosotras, espectadoras actuales ¿por qué seguimos emocionándonos tontamente ante esa “gran historia de amor” u otras similares tales como Rompiendo las olas o Lucía y el sexo? ¿Aún no sabemos que, como dijo hace más de cincuenta años Simone de Beauvoir “El auténtico amor debería basarse en el reconocimiento recíproco de dos libertades” en el que “ninguno abdicaría de su trascendencia ni ninguno se mutilaría”? ¿qué educación sentimental seguimos teniendo?.
Ese acaparamiento del protagonismo por parte de los hombres acarrea múltiples consecuencias. Ésta, por ejemplo: la valorización del mundo masculino y el menosprecio y la anulación del femenino. Todo lo viril, hasta en sus detalles más nimios y absurdos, se realza y muestra como digno de contarse. Un ejemplo tonto: ¿cuántas veces y con qué complacencia se nos ha mostrado en pantalla la micción masculina? ¿por qué es más interesante que la femenina? Y otro ejemplo de mucho mayor calado: ¿qué tiene la violencia que no tenga la maternidad para constituir tema de relatos audiovisuales?
Pero hay más: al protagonista forzosamente lo queremos, nos proyectamos en él, nos enternecen sus cosas, compartimos sus puntos de vista, justificamos sus debilidades. Hacia él y hacia su mundo sentimos complacencia y aprecio.
Hay que ver cómo se ríen las salas de público oyendo barbaridades sobre las mujeres que si se dijeran sobre los negros o los trabajadores de la construcción causarían espanto. Hay que ver cuán odiosa resulta la mujer que cuestiona a esos viriles protagonistas, se les opone, los ataca...
¿Pero, es posible oponerse al protagonista cuando sabemos que sin él no hay historia? ¿Cómo contrariarlo cuando está claro que “Él” es el eje del relato?. Sin “Él” no hay coherencia. Los personajes secundarios desaparecen, la historia sigue. Pero “Él” no puede desaparecer porque sin protagonista no hay película.
Quien haya tenido ocasión de hablar con alguna mujer maltratada sabe el pavoroso sentimiento de dependencia, de desvalorización, de anulación que sufren. Y también es notorio el convencimiento que tienen los agresores de que ellos pueden, de que ellos deciden y de que la existencia de ellas sólo tiene sentido en relación con él. Sólo son seres a su sombra.
Observamos, pues, que el programa narrativo de las películas coincide extraordinariamente con el programa más terriblemente patriarcal y machista.


Un debate abierto
Al negársenos el protagonismo del relato social, se nos niega el espacio y la mirada. Se ejerce contra nosotras una terrible violencia simbólica. Así sometidas se nos unce al carro del sujeto que tiene la llave del significado y del sentido. Fuera de su senda sólo hay tinieblas. Esta violencia es la madre de todas las otras, la que las espolea, las argumenta, las prepara y las justifica.
Creo que todos percibimos la envergadura del problema. En él se interrelacionan factores muy diversos que se influyen mutuamente. De ahí se deriva la complejidad de sus soluciones.
Además, la cuestión se aborda desde hace muy poco tiempo. Estamos aún en una fase de plena elaboración de propuestas porque, a pesar de lo que ya hemos avanzado, el acervo de prácticas y medidas de eficacia contrastada es todavía escaso. No debe extrañarnos encontrar disparidades en la prioridad y el énfasis que cada cual establece entre unos u otros aspectos. Resulta, pues, muy necesario el debate y el intercambio entre los y las que decididamente queremos erradicar los malos tratos ya seamos personas individuales, colectivos sociales, grupos expertos, instituciones, partidos, etc.
Hay que seguir ahondando no sólo sobre las causas de los malos tratos y en la valoración que se hace de su gravedad, sino -y fundamentalmente- en las medidas y actuaciones necesarias para prevenirlos y erradicarlos.
Unánimemente consideramos que la solución de este problema radica en el cambio de mentalidad, en el combate contra el patriarcado y sus secuelas.
Y, en ese sentido, estamos de acuerdo en que los problemas no se solucionan con la censura que sólo debe aplicarse en casos de extrema gravedad. No se trata, por ejemplo, de prohibir películas. Aunque habría que ver qué pasaría si un film hiciera apología del terrorismo con el mismo énfasis con que algunos hacen apología del maltrato, la vejación, el desprecio, el ninguneo de las mujeres...
Y, por lo mismo, sabemos que la solución no es tampoco poner escoltas a todas las mujeres que sufren agresiones aunque no deja de pasmar la pasividad de la policía y de los jueces ante esas “cronicas de muertes anunciadas”. Frente a casos de amenazas tan graves ¿cómo no se actúa de manera más contundente? ¿cómo no se previene con los medios necesarios (incluida la escolta policial si no se pueden tomar otras medidas)? ¿cómo la sociedad y los poderes que la representan pueden permanecer impasibles hasta que el asesino cumpla lo prometido?
Otros relatos, otras mujeres
Y por ello necesitamos otros muchos relatos que contradigan tal panorama. Necesitamos relatos que reflejen la realidad y concedan peso e importancia a lo que las mujeres viven. Relatos que muestren mujeres protagonistas, relatos que propongan mujeres trasgresoras y no resignadas víctimas.
Necesitamos que los medios de comunicación valoren la importancia de los temas en función de criterios mínimamente objetivos y no en función de a qué parte de la humanidad interesan.
Vasto programa. Pero que yo, en vista de las bastillas que ya hemos tomado las mujeres, no dudo que alcanzaremos.

2 comentarios

arenas de san pedro -

mariano fernandez bermejo ministro de justicia

arenas -

mariano fernandez bermejo