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AUTOSCOPIA

La Sed Demonia (de la ciudad maldita)

La Sed Demonia (de la ciudad maldita)

‘Nos recibió el rey en el espacioso pórtico de su palacio
y nos condujo al interior de éste, en una de cuyas inmensas salas
vimos una multitud de personas que hacían libaciones en honor a Baco.
Comían con mucho gusto sabrosos manjares, servidos en vajilla de oro.
En cuanto a beber no dejaban de hacerlo ni un solo instante.
Tenían siempre la copa en la mano.’
- Virgilio, La Eneida


- Como podemos darnos cuenta – dijo el profe Toño Arrayán alejándose del retroproyector -, la tesis de grado de Bernardo San Roque plantea una hipótesis descabelladamente cuerda.

- ¿Cuál será la mentada hipótesis? – pareció preguntar el silencio que caía sin terminar de caer en el espacio entre los anteojos perspicaces de Alejo Waddington y el entrecejo cuajado de intriga de Manuel Carampangue (el primero se apoya de espaldas a la muralla de la sala próxima al pasillo; el segundo en la claridad que tragan las ventanas de la muralla opuesta en el 3er piso de la Universidad de Playa Ancha, desde donde se domina la entrada de la Quinta Roma y el camino que nos tienta hacia la playa). Por lo que el curso completo de Historia de la Cultura – o Histeria de la Locura, como le dicen los alumnos- cabe tanto física como mentalmente entre ambos mosqueteros, Alejo Waddington y Manuel Carampangue.

- Siempre ha existido una sola ciudad – sentenció el profe Toño Arrayán con el cansancio de estar plenamente convencido -. Nunca ha habido más que una única ciudad. La ciudad.

La voz del profe Arrayán sonó normal, no tuvo la grandilocuencia en frecuencia modulada que se espera en casos como estos; sonó como cuando uno pide que le vendan medio kilo de pan allá en la amasandería, o cuando salta el teléfono rinrineando y uno advierte: ‘si es para mí no estoy’.

Los alumnos miraron todos a la pared posterior y entonces la pantalla del retroproyector se encendió. Mejor dicho se encendió porque los muchachos posaron sus miradas por arriba de la pizarra, acción sin la cual nada se hubiera encendido. O en otras palabras, nada se ha encendido jamás porque la pretendida diferencia de lo que ocurre antes y después de apretar el botón on / off no existe. Apareció un extracto del texto que era la tesis de grado del poeta Bernardo San Roque, con el que supo defender su título de profesor de Historia:

‘‘Allá por los tiempos del Gondwana, cuando la tierra aún latía con el corazón del Primer Continente, allá por esos tiempos o incluso antes vio la luz el día en que el ancestro del ser humano emergió del océano y asentó su huella en la orilla de esta Isla perdida en el mar sideral del Universo.’’

‘‘Caminó y caminó con la paz de no tener un paradero que lo clavara a esta o aquella latitud, y a cada tranco que daba se alejaba de su origen anfibio, debiendo olvidar tal origen para ampararse del conocimiento que horadaba con sus pasos. ’’

‘‘Mas hubo algo que lejos de pasar al olvido se convirtió en el ímpetu inconsciente que lo guiaba, reminiscencia única de aquella otra vida sustentada en la voluptuosidad de las aguas. ’’

‘‘Así la Geografía, madre ora llana ora escarpada, sintió caminar a dichos ancestros mientras el clima y los elementos fueron moldeando aspecto y condición de aquellos peregrinos. ’’

‘‘Vio la luz el día en que el primigenio instinto cuadrúpedo se detuvo y fue trocándose en intuición bípeda, aún ruda e incipiente. ’’

‘‘Las antípodas del mar sideral de la Isla vieron llegar, por fin, al peregrino y el camino por él trazado: al frente de su prole, de los animales que criaba para inmolarlos a los dioses de su hambre, dirigiendo el traqueteo de su carreta, un hombre puso un pie al lado del otro y quedó inmóvil, con el báculo en una mano y con una copa en la otra, símbolo único del atavismo que ni los siglos ni la aridez de su viaje habían podido olvidar: su sed.’’

‘‘Ese hombre se detuvo porque había encontrado sin duda el paraje en donde podría saciar su sed y consolarse del para siempre destierro de los mares; se había encontrado con la vertiente subterránea que asciende en forma de vergel, portando la sangre de la tierra: había descubierto la glauca vid, la enredadera de las hojas de parra, los racimos de pezones de donde chupar el negro néctar: el vino.’’

‘‘Este sitio fue el elegido por el hombre para darle tierra a su prole y a sus animales, donde construiría los primeros muros de su ciudad, la única ciudad que ha existido. ’’

Los comentarios acudieron a las bocas de los discípulos de Histeria de la Locura, y éstos tuvieron que desviar sus miradas de la proyección hacia las miradas de sus compañeros que ya albergaban la incertidumbre sembrada por las ideas del poeta –y profesor- Bernardo San Roque. Así fue que la proyección quedó abandonada en la pared posterior, y como nadie la miró a partir de entonces, todos allí creyeron de hinojos que ésta se había apagado.

Pero nosotros sabemos que no es así y por qué.

- ¡Qué tesis más pletórica de poesía!- clamaron las cejas aún intrigadas de Manuel Carampangue.

Todos los alumnos comentaron algo a su vez, y como un buen ejemplo citaré las opiniones de Alejo Waddington y de Javier Calaguala. Mas seamos austeros y altruistas: guardémonos de derrochar palabras por un lado; fomentemos la creatividad del lector por el otro; solamente dejaré consignado que los anteojos de Alejo tenían su propia opinión respecto del contexto histórico atravesado por el misticismo; mientras que los cabellos cortos y erizados de Javier Calaguala se pronunciaron con vivo interés por la hipótesis del origen anfibio del ser humano. Que el lector pues proceda de buen grado y complete este siempre incompleto intento que es la escritura.

Entre tanto, empujado quizás por los comentarios de sus alumnos, el profe Toño Arrayán apoyó su mirada en las ventanas, mirada que se descolgó hacia la calle merced al silencio de nuestro catedrático. Sus ojos se percataron de un hecho por él nunca antes visto: en la entrada de la gloriosa Quinta Roma ponía sus pies –uno primero, otro después- el ahora abstemio y siempre mesiánico poeta autor de la tesis, Bernardo San Roque.

- ¿Qué se traerá entre versos este muchacho? – se preguntó nuestro profesor-.

Después pensó: o mejor dicho recordó: ‘‘...el ancestro del ser humano emergió del océano y asentó su huella en la orilla de esta Isla perdida...’’

Como buen maestro del poeta tesista en Histeria de la Locura, no pocas de las ideas de Bernardo fueron concebidas por el profe Arrayán.

Tan convencido y firme estaba en estas ideas que siempre estaba a un paso de olvidarlas. Por eso fue normal que las olvidara entonces también y, para disimularlo, recurrió a la promisoria y eminente dupla de su cátedra histérica:

- Pasemos ahora a la interpretación de lo dicho por San Roque. Según lo acordado, es el turno de Alejo y Manuel de exponer sus impresiones – dicho lo cual el profesor ensayó la postura karateca con que se prepara una patada mortífera: extendió sus brazos y sus manos cayeron en ambos extremos; se apoyó en una pierna, elevando la otra semiflexionada. Entonces Alejo puso sus papeles en los brazos del profesor como partituras, y en la pierna flectada dejó el cuaderno. Entre tanto, Manuel armó una caja de cartón y la llevó a los pies de la mesa del profesor. Alejo se disponía a disertar y Manuel visualizaría las ideas con una performance dadaísta.

Pero antes de eso Alejo trazó una línea cronológica en la pizarra de izquierda a derecha; en el principio puso Gondwana y al final escribió Esplendor de la Ciudad Única. Con asombro vieron los compañeros que debajo de dicho esplendor Alejo anotaba: Mundo Helénico.

Todo presto para la exposición crítica de nuestro binomio.

Comenzó Alejo Waddington:

- La sed es el motor de la voluntad humana; lo prueba el estadío anfibio de los antecesores no sólo del hombre sino de toda manifestación mamífera; lo avalan los fenómenos climáticos de entonces que propiciaron los hielos eternos que a su vez devinieron glaciaciones acordes a la magnitud de la sed. Gracias a Dios esto no fue sospechado por Schopenhauer, o si no habría muerto deshidratado, sin lugar a certezas.

Calló Alejo y cedió la acción a Manuel, que metido en la caja – que era de una marca de aceite vegetal – apareció en la pose barroca de un angelito marmóreo, echando un chorrito de agua por la boca. Luego volvió a esconderse entre el cartón.

Retomó Alejo Waddington la palabra:

- Si la sed hidrata la voluntad, el hambre es el mecanismo que asegura la supervivencia de nuestro cuerpo, ese cuerpo que tarde o temprano se pone en marcha impelido a saciar la sed del alma.

Aquí Manuel se puso de pie y, tirando con fuerza hacia arriba de los extremos de la caja, perforó el fondo de la misma con sus pies; quedó pues a bordo de un troncomóvil, o de un cajamóvil o cartónmovil a combustión de aceite vegetal, y se puso a andar en él rondando la mesa mientras alternaba tragos de agua –con los que justificaba su desplazamiento- hasta enterar 9 vueltas en torno a la mesa del profe.

Alejo entonces:

- Mientras camina y caminando traza su camino, el hombre siente el impulso vital de ocupar sus adminículos naturales. Es natural que haga su trayecto ensayando las voces de los idiomas con que logre comunicarse.

Aquí Manuel repitió las vueltas en su cajamóvil, pero no bebiendo sino articulando frases sueltas en varias lenguas muertas: primero en sánscrito; luego en arameo; luego, en el provenzal renacentista, para terminar en el griego de Hesíodo y compañía.

Atento continúa Waddington:

- Hablando es cómo se impone el hombre de la inferioridad en más de un semejante respecto de él; es así como nace la metáfora bíblica del origen óseo de la mujer a partir del hombre. Lo que Dios se guardó de revelar a los profetas es que de las costillas en realidad nacieron las primeras hachas, las primeras lanzas y demás armas con que los antepasados forjarán su dominio.

Manuel detiene su vehículo en mitad de la mesa, se pone de pie y debajo de su polera saca con fingido dolor un fémur de vaca, con el que procede a auto infligirse varios golpes circenses en la cabeza.

Manuel cae exánime dentro de la caja. Reanuda Alejo el discurso:

- Seguro ya de su poder, el hombre sigue caminando sin que la sed lo abandone ni un instante; mas bien es ésta la que lo mueve a realizar todo lo antedicho. Ha de encontrarse un día con el vergel que brota de los cauces subterráneos y se precipitará a morder los cárdenos pezones en racimos de uva, de donde probará el néctar negro que, junto con calmar su sed, la agrandará, teniendo que beber siempre más para colmar su ímpetu. Ahí hará poner la primera piedra a sus esclavos sin costillas, desde la primera hasta la última piedra: así levantará los muros de su ciudad.
Manuel emerge de la caja con la apostura griega del Coloso de Rhodas, portando en una mano el preclaro símbolo del Imperio: una caja de vino tinto, la cual abre y prueba a grandes sorbos.

Y ya pronto a concluir, agrega Alejo:

- Si bien la historiografía comienza a escribirse entre los márgenes del Tigris y el Eufrates, no es sino después, en el piélago de Grecia, donde se consolidará la naciente ciudad ocupada de saciar la sed que la gobierna, congregando a los gentiles en los patios interiores. Tanto para defender la ciudad como para propiciar la sed, los helenos vieronse en la necesidad de conjugar la guerra en los campos que mediaban entre sus murallas y las enemigas. Por lo que la vida de los hombres se consagró a la educación para la guerra. El prototipo de la ciudad única que luego se ha repetido se sitúa en dicha región y no es otra que Esparta. Esparta dominó, entre otras, a la vecina región de Argos, y en su esplendor sujetó a su yugo a la culta Atenas. Nótese que dicho dominio la convirtió en un vasto reino que los libros consignan – y nosotros aquí, para mayor coherencia poética así hemos de referirnos a ella – con el nombre de La Sed Demonia.

Junto con terminar Alejo su intervención, se volvió hacia Manuel de Rhodas, quien empuñando el envase de vino con un brazo extendido comenzó a oscilar entre los bordes internos de la caja, efectuando la clásica pantomima del ascensor, semejando el lento estrépito con que el terremoto se llevaba al monumento, para terminar hundiéndose en el mar, el mismo mar en donde todo había tenido origen.

Y eso fue todo.

El curso de Histeria de la Locura prorrumpió en vítores y se puso de pie aplaudiendo con desaforado fervor a sus dos compañeros. Tanto a Carampangue como a Waddington los sacaron en andas de la sala para llevarlos a celebrar su hazaña a la Quinta Roma, donde mueren los valientes.

Mientras todo eso pasaba, el profe Toño Arrayán volvía poco a poco de los abismos de su olvido, en cuyo borde había estado equilibrando su humanidad para acrisolar el tiempo perdido al que debía su sabiduría. Con sus brazos extendidos evocó los linderos del horizonte donde caben todos los elementos, los que se polarizaron en la punta de los dedos de sus manos que apuntaban hacia la tierra; su pierna hundida en el suelo lo había conectado con las corrientes fluviales que nunca alcanzan la claridad de la superficie, pero que gestan el palpitar de la vida que escapa a nuestros ojos. Y su pierna en alto enarbolaba ese equilibrio que se extendió por ambos mundos, para poder regresar desde lo volátil del olvido hacia el peso del conocimiento a que nos encadena la gravedad de la existencia terrena.

El profe Arrayán supo que el trance se había consumado. Abrió los ojos. Entonces efectuó la patada mortífera por los aires, liberando un grito que recorrió todos los pasillos de la Universidad. Tras lo cual se pasó una mano por el pelo, tomó sus libros de historia y abandonó la sala de clases.

Como corresponde a un templo erigido en honor a Baco, el curso de Histeria de la Locura hizo libaciones con cerveza para celebrar a Rómulo Waddington y a Remo Carampangue en su triunfal entrada a la nunca como se debe respetada Quinta Roma.

Era la algarabía en torno a estos dos césares que lucían sus cabezas ornadas de fragantes coronas del eucalipto circundante por allí.

Cuando, en medio de los brindis, fue Manuel quien vino a percatarse que el verdadero acreedor de todo honor y artífice de toda gloria, el poeta Bernardo San Roque, ocupaba una mesa sobre la que afanosamente escribía en un cuaderno, sin más estimulante que un cigarrillo, al que daba pitadas trémulas y ausentes. Así se lo hizo saber a Alejo Primero; entonces ambos se excusaron ante la plebe y se dirigieron a la mesa magra y sin alegría del poeta Bernardo San Roque.

Sin decir ni Vía Apia se sentaron a la mesa del poeta, quien aparte de mover las cejas con un breve gesto de nerviosismo, en ningún momento cesó de escribir para saludar a sus dos futuros colegas.

Bernardo respiró el aire viciado de aquel coliseo, tratando de calmarse.

- ¿Qué pensamientos te ocupan ahora, poeta? – le preguntó Alejo Waddington-.

- La escritura de un ensayo que me perturba y cuyo nombre es: ‘El Renacimiento Post Apocalíptico’ – contestó Bernardo, sin apartar la vista del cuaderno -.

- Sabe que acabamos de exponer sobre tu trabajo de tesis, Bernardo – le dijeron las cejas de Manuel -.

- Al curso le ha sorprendido tu hipótesis acerca de La Sed Demonia – agregaron los anteojos de Alejo -.

- No pronuncies jamás ese nombre aquí en este antro – se apresuró a responder Bernardo, mirando a Alejo con severidad -. Ni aquí ni en ninguno.

- Pero ¿por qué? – inquirió Waddington -.

- Ya les explicaré – dijeron las mejillas sin rubor de San Roque -. Por ahora quiero enseñarles esto.

Y Bernardo sacó debajo de su cuaderno un gran pliego de papel, amarillo de tantos años que habían pasado por él. Lo abrió:

Era un mapa antiquísimo que ilustraba el Continente Primero, y que en sus cuatro vértices contenía dibujos de caracteres humanos representando batallas y sacrificios, ritos caníbales y fornicaciones colectivas. Esta joya de la cartografía habría enloquecido de ambición a los más exquisitos coleccionistas.

A medida que el poeta Bernardo San Roque les enseñaba dichas ilustraciones, nuestros héroes no pudieron más que inclinarse de estupor sobre el mapa y abrir sus bocotas, presos ambos de la más abismante revelación:

- ‘Tenían siempre la copa en la mano’ – recordó Bernardo esa frase que armonizaba perfecta con las imágenes de esos hombres que sostenían cada uno un recipiente labrado en la arcilla milenaria -.

Simbologías dispersas por aquel mapamundi hacían referencias a los caminos y destinos que en esa época se harían o ya se habrían hecho: racimos de uva donde todavía nada era edificado; seres inclasificables que en cuatro patas emergían de las aguas y que merced a su propia evolución se internaban en tierra firme, ahora sostenidos por dos piernas desde las cuales mataban, fornicaban, vencían.

- ¡Este es el Gondwana! – profirió Manuel con sus cejas a un tris de colapsar.

Bernardo no le contestó.

En cambio, les dijo (y todo esto acompañado de los respectivos gestos con que iba orientando su relato en los puntos del mapa):

- Estas costas del suroeste corresponderían a lo que hoy es esta larga y angosta faja de tierra que, mal que mal, nos sostiene. Ahí vemos que hay un par de racimos de uva, a diferencia de otros lugares en que hay sólo uno o bien ninguno. Y esto es clave para explicar por qué el hombre se convirtió en sedentario, y por qué construyó la ciudad única sobre los vergeles. Además echa luces sobre el origen de los dioses: los dioses no han engendrado al hombre sino todo lo contrario; los dioses son la excusa para que el hombre de antiguo venga diciendo que las guerras y conquistas son designio divino. ¡Dónde la viste! Ya Platón supo la verdad de toda la imaginería mitológica creada para justificar ¡el dominio de las viñas rebosantes de vino! Esto el divino Platón lo habría plasmado en la poesía que escribió antes de conocer la filosofía socrática, por la que abandonaría la poiesis y quemaría sus poesías, negándonos la verdad para siempre. Pero con documentos como esta cartografía podemos colegir que a lo mejor lo que Platón entrevió fue el inequívoco futuro de los valles y viñedos que serían circundados por las murallas imperiales. ¿Por qué no suponer que esto lo pudo llevar a predecir que hoy, en el fértil Valle Central, se levantaría el Reino de Chile? ¡Imagínense tamaña alegoría velando la verdad detrás de los dioses! :

Júpiter zapateando una cueca sobre las nubes del Olimpo criollo, desatando las lluvias para perpetuar la abundante cosecha.

Afrodita prodigando el amor carnal entre miles de chilensis cuadrúpedus ávidos de vino, después de la refriega de los sexos.

Apolo desdoblándose en rayos solares a lo largo de Melipilla, de Casablanca y Pirque, calentando las tierras con la vida distante a años luz.

Y Minerva levantando Teatros Municipales de la nada donde se exhiban ‘La Pérgola de las Flores’ y ‘La Negra Ester’ en horarios continuados, que develen la empalagosa idiosincrasia que los chilenos y chilenas debemos al milagro de los mostos.

¡Ah, pero todo esto no es más que un puñado de conjeturas, compañeros! – dijo Bernardo-. Algo que bien pudo haber sido escrito, y que ahora sólo nos es dado suponer.

- De todos modos – dijo Manuel – es formidable poder tener si quiera una idea de lo que la Tierra era en un comienzo, y en cuanto a Chile, los arcanos de su origen...

- Pero sobre todo el origen de La Sed Demonia – acotó Alejo-.

- ¡Te dije que callaras ese nombre, Waddington! – saltó el poeta -. ¿No ves que pronunciarlo en los recintos de Baco es como ofender al tirano en su propia corte? ¡Estás arriesgando la cabeza, hombre!

- No exageres, Bernardo – le dijo Manuel Carampangue -. Si nadie más ha escuchado nada.

- Dinos mejor por qué tanta aprehensión por mentar ese nombre aquí – le dijo Alejo Waddington -. Además es sospechoso que hace tiempo no te vea tomarte un trago.

Y como si el poeta Bernardo San Roque hubiese estado esperando esa pregunta, miró en silencio a sus dos compañeros y respiró profundo; entonces cayó de brazos cruzados sobre la mesa y empezó a hablar despacio (como cuidando que las multitudes que ocupaban la barra y demás mesas no lo fueran a escuchar mientras alzaban sus copas):

- Temo que todo lo que he pensado sobre... La Sed Demonia... (bajó la voz para no escucharse ni él mismo), temo que sea en vano. Algo me dice en silencio que su existencia es real cuando sueño despierto con esos hombres que se muestran los dientes riendo y chocan sus copas en el aire, o cuando me alejo por las veredas frías, y las murallas más altas que mi esperanza se me vienen encima preguntándome ‘¿dónde crees que estás?’ ‘¿por dónde caminas, Bernardo San Roque?’. Entonces apuro el tranco y pronto me veo corriendo por las calles, y mi sed me alcanza apenas para beberme la vertiente tibia que emana de mis ojos; voy corriendo para olvidarme que un día... un día perdido en el pasado atendí yo también con fervor a ese fuego que me subía por la garganta y me zambullía en las botellas como un desaforado... No era así la cosa, no se trataba sólo de llenarse la boca con la oquedad líquida de los pezones de racimos colgando de las parras; eso me dije y me lo repetí un día en que todo fue demasiado y comencé a vomitar agua, espasmos de hilitos líquidos que nada, nada tenían que hacer conmigo. Eso sentí. Sentí que yo no era de estas calles y que las puertas de los bares fruncían sus batientes ante mi presencia, y que nada sacaría de allí dentro a los que allí dentro habitaban. Porque, a lo mejor o por desgracia, no pueden vivir sin ello. Tuve la impresión de que esos hombres no podrían vivir fuera de las murallas de la ciudad única, y entonces ¿qué?, me pregunté, ¿qué es en verdad La Sed Demonia?

Bernardo San Roque se incorporó en su silla mirando a sus dos amigos, con la última interrogante flotando inquieta en sus ojos.
Ni Manuel ni Alejo supieron qué decir.

De pronto algo llamó la atención del poeta Bernardo San Roque, que miraba hacia la puerta de la Quinta Roma, buscando algo de calma. Era el profe Toño Arrayán que le hacía señas diciéndole algo.

- El profe, compañeros – dijo Bernardo poniéndose de pie -. Seguro querrá que lo acompañe por ahí a respirar aire puro.

Así se despidió Bernardo San Roque, y se alejó en dirección a la puerta con sus libros bajo el brazo.

- ¿De regreso por los muros de la ciudad? – le preguntó sonriendo el profe Arrayán -.

- No- le dijo Bernardo -, sólo merodeaba para apuntar algunas ideas importantes.


ALBERTO QUILAPAN(CHILE)

1 comentario

Miuler V -

La sed demonia se enmarca a mi parecer en las ansias de un pensamiento interior que puede expresar mucho y a la vez nada. Un simple especimen vital que genera en quienes pueden asimilarlo, la idea de concebir el origen en sus propias expresiones. La parodia a su vez, en este caso representa las libaciones vanas que el populorum considera extremadamente genunio. A decir verdad, jamás me imaginé que tal título desenterraría un ambiente tan orientado a la perfección, un escenario en el que no importa sucumbir si los demás no lo prefieren. Todo perfecto; pero déjame decirte amigo, que no puedo juzgar tu forma ni tu estilo. Obviamente si fuese un ser que no asimila, hubiera preferido una narración sin nombres propios y sin aluciones a otros trabajos.