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AUTOSCOPIA

EL DIA DE LA MANDRAGORA

EL DIA DE LA MANDRAGORA


Desperté temprano, a esa hora en que bosteza el horizonte. Alargué mi cuello hacia el día claro, por entre ventanas y celosías. Respiré perezoso. Hasta que lo vi...

¡A Él!

Sus dos manos llanas naciendo del vientre de su túnica ya no están. No son más. Primero parece que rugió como un perro del infierno. Yo barrí esas lagañas latigudas con las lágrimas de mi mejor llanto para ver mejor. Y vi mejor. Vi, en lugar del sol, un inmenso reloj cuyas manijas giraban enloquecidas, y detrás de ellas un espectro atrapado en las horas que reía y lloraba. Reía y lloraba.

Cerré la ventana por donde había mirado sin creer y cerré la puerta por donde había salido sin querer. Cerré mis ojos para gritar: ¡Dios!

Me puse mi sombrero y salí. Al poco rato de cruzar la calle un trueno partió el cielo y desató la lluvia. Se escuchó una voz como cuando lo llaman a uno por altavoces, diciendo lejana de entre las nubes:

- Usted don Alberto Quilapán, a sus 27 años ha gastado X millones de toneladas de aire, Y millones de pares de pisadas de zapato y Z millones de kilómetros cuadrados de siembras de trigo para el pan de cada día. A la sazón y contabilizando todos los recursos invertidos en su humanidad, se ve usted en la obligación de responder con una descendencia no menor a 4 vástagos que a la vez respiren los suficientes millones de toneladas de aire como para que deban por ende engendrar los hijos suficientes que cubran dicha deuda. También tendrá que encausar no menos de ¾ de los millones de pares de pisadas hacia las puertas del altar del trabajo, todos los días de Lunes a Viernes en horario de oficina. Allí apretará las teclitas que le serán debidamente indicadas por citófono. Y por último tendrá la alternativa de labrar los Z millones de kilómetros cuadrados de siembra de trigo que usted consumió para alimentar a sus hijos. En el caso que usted entere los estoicos 33 y no haya engendrado esos hijos, ni avanzado esas pisadas ni labrado dicho trigo, vivirá cada día perpetuamente y sin variación la jornada que hoy comienza.

Entonces me escapé.

Tomé la micro que corría en el sentido contrario a la dirección de mi trabajo y una vez arriba me sentí algo más aliviado. La ciudad soñó por un rato.

- Hasta aquí nomás llegamos, amigo – dijo la voz al volante -.

Así que me bajé.

Mas cuando puse los dos pies en la tierra elevé la vista y el mismo maldito reloj giraba sus manijas sin ton ni son. El espectro me indicaba, furioso y burlón, la otra vereda de la calle.

Era mi trabajo.
- ¿Creyó que podría escapar? – tronó el muy infame -.

Sentí que todo se derrumbaba hacia el final. Hasta que me fijé en esa otra puerta que, todos estos años, yo había ignorado altaneramente.

- Hay puros cachivaches adentro – me decían -.

Corrí hacia ella y giré de la manilla con determinación. La manilla cedió y entré a un cuarto negro, como la muerte. Mientras tanteaba en la muralla por el interruptor de la luz di con escobas y utensilios de aseo industrial. Callé, porque pensé que había oído unas voces. Y eran unas voces. Eran de mujer.

Encendí la luz y vi que me encontraba entre dos puertas. Había entrado por la que quedaba a mis espaldas. Ausculté la de enfrente con mi oreja palpitante y confirmé las voces. Una de ellas la reconocí al instante. Era la bella Ludmila. ¡Ludmila preciosa!

Sí, lo confieso. Fue por ella que giré la manilla de la puerta. Aquella revelación que abrió mis ojos al despertar, aquella condena que escrutaba mi tránsito sin rumbo por las calles fue la lágrima que rebalsó el mundo.

Al otro lado de la puerta reía Ludmila; reía con un fuego que dudé en amar a primera vista. No era esa llama sumisa bajo las horas de la oficina. Ahora Ludmila reía con excitante desenfado.

Giré entonces la segunda manilla, entré y cerré la puerta con violencia. En el acto, Ludmila volvió sus dos esferas verde bosque hacia mí. Sonrió mordiéndose la boca caprichosamente.

Sorprendido y mudo, vi que no estábamos solos y que el profundo y afrodisíaco olor a sexo femenino inundaba ese cuarto. ¡Ludmila estaba desnuda! ¡mordíase la boca mirándome, como hallando en mí la panacea de sus deseos!

Yo, como bestia encandilada en la noche, miraba a Ludmila: Manos en la cintura, semejaba una ánfora que vertía en mí su luz fatal de lujuria. Moviendo sus caderas levemente, la esfinge que era ella en ese momento tendió un par de puentes persuasivos con sus ojos, en los que yo adiviné, con una mezcla de excitación y temor, las palabras que soltaría a medida que se me acercara.

- Las mujeres de la empresa estamos de fiesta – dijo mientras me fijaba en la suave cadencia de sus pechos de mármol -.

- ¿Eres acaso la guinda de esta torta? – susurró casi llegando, emanando de ella el recóndito olor del vino -.

Entonces, pudiendo tocarme ya, devoró mi voluntad besándome la boca, abriéndome la boca con su boca y con su lengua húmeda de serpiente. El resto de las hembras, pitonisas desnudas y olorosas, se acercaron a desnudarme al tiempo que Ludmila se apoderaba de mis pensamientos. Calavera fatua.

Voló mi corbata entre las serpentinas. Volaron mis ropas, y así descubrí el tesoro que se escondía al fondo de Ludmila. Sus piernas lunares se entrelazaron en mi espalda y fui el intruso que hizo crujir como una almendra el fruto secreto de sus entrañas.

Ludmila y yo gritamos. Ella, por habernos dado la muerte disfrazada de amor. Yo, al sentir cómo sus jugos me quemaban y huían por los vellos de mi pubis. Y tras ese grito sentí que un nudo de carnes me ataba a ella en su rincón más lejano, en el fondo de la Tierra, para siempre jamás.

Temblando, abrazándola todavía, escuché una solitaria respiración. Y no mentiría si dijera que ignoré entonces de quién era la respiración. La separé de mí con mis brazos y... ¡Santo Dios! ¡La respiración era mía! ¡Qué habíamos hecho, Ludmila!

Contemplando en ella el fantasma de la muerte, me colgué desesperado de la manilla de la puerta. Forcejeé una y otra vez. En eso un murmullo provenía del lugar donde yacía Ludmila. Me di vuelta y vi cómo su cara inerte se convulsionaba en unas risitas apagadas; éstas se transformaron en horribles carcajadas que fueron destrozando la piel de su rostro. En un abrir y cerrar de ojos noté que una iracunda calavera era dueña de esas últimas carcajadas.

Le di una patada a la puerta y, antes de arrancar, di un vistazo a la oficina. Las pitonisas habían vuelto a sus escritorios, desnudas y despidiendo el inconfundible olor a sexo. Como si nada hubiese pasado.

Huí.

- ¿Jubilación querías, zángano haragán? – oí que me increpaba el cielo, percatándome de aquel espectro reloj que escupía sus palabras. Las manijas se habían detenido arriba, clavadas en las 12. Era mediodía.

Debilitado por toda la savia que vertí entre las piernas de mi amada Ludmila muerta, sentí que un apetito se incrustaba en mi pecho como un agujero negro. Además, la rabia al saberme víctima de aquel vejamen, lejos de matarme el hambre, me la despertaba hasta rayar en lo famélico. ¡Habrá alguien experimentado algo siquiera parecido a esa rabia depredadora! Gritaba despacito por las calles. Y miraba a las personas dispersas en esta ciudad de la entropía. ¡Es por ellos también que hago esto, caramba! Me vi exclamando cuando estaba a las puertas del Bar - Restaurant ‘La Pupila Insomne’. Me quité el sombrero y entré.

- ¡No quiero ninguna carta! – le dije al mesero. Pobre hombre, la culpa no era suya. Miró mi resentimiento con ojos así de grandes.

- Tráigame – le pedí -, tráigame por favor la especialidad de tiburón completo. Quiero almorzar.
- Tiburón comple... muy bien caballero.

Sí. Eso era lo que iba a calmar mi hambre ese día deplorable. Porque tenía entre ceja y ceja grabada la ceñuda cara de mi jefe, ese tipejo que chasqueaba sus dedos con prepotencia sobre nuestros moños agachados. Y quizás cuántos otros como él hacían nata en esos ‘templos del deber’ que le llaman. Cabezas de cerdo, cabezas de perro. Con qué rapidez imaginé todos esos matices tamborileando los dedos en la mesa. Mesa coja. Iba a devorar, pues, el símbolo máximo de aquel sátrapa indeseable: su cabeza de tiburón, con sus malditas fauces atemorizantes.

- ¡Cabeza de Tiburón! – clamé, dándole un puñetazo a la mesa.

Don mesero regresaba a disponer todo para mi almuerzo.

- ¿Se va a servirse algo para beber el caballero? – preguntó mientras pasaba un paño húmedo sobre mi mesa.

- Un vino blanco bien frío – respondí -. Y asegúrese por favor de servirme el postre primero y la entrada al final.

La curiosidad se dibujó en el rostro de Don mesero. ¿Cómo iba yo a explicarle que mi jugada maestra consistía en acabar a mordiscos con el recuerdo de mi jefe, que podría ser, por qué no, su jefe también? Menos entendería – supuse – que lo que yo buscaba era quitarle toda posibilidad real de rehacerse, de re materializarse luego desde los residuos digestivos en los que yo me sacudiría la influencia de su autoridad. Por lo tanto lo que yo debía hacer era almorzar en orden inverso, tal como cuando pretendemos retroceder en el tiempo girando en el sentido opuesto del reloj. No pude evitar recordar ese espectro servil detrás del minutero y el segundero.

Tic, tac.

Así lograría yo olvidarme que lo había asimilado a mi cuerpo puesto que el tiempo que ocupara en desmenuzarlo e irme arrojando tiras de su carne a la boca no correría, se consumiría en su girar opuesto ante la corriente implacable del tic, tac. Impediría que resucitara él y su poder desde mis desechos fecales.

Afortunadamente mi semblante irritado alejó a Don Mesero de cualquier pregunta.

Comí primero la compota de ojos y dientecitos cocidos de tiburón tierno.

Después degusté unos suculentos filetes de tiburón blanco con sus vísceras salteadas en aceite de tiburón. Todo esto regado con vino blanco Carmenière. Late Harvest. Ideal para acompañar la carne de hiena, ornitorrinco y tiburón.

A continuación me serví un exquisito caldillo de letras de tiburón bien caliente. Estaba como me lo imaginaba. A cada cucharada que enterraba en el plato sacaba distintas letras que bailando en la sopa formaban una palabra. La primera decía antifaz. La segunda era tumba. En otra salió arcilla. En otra, flores.

Al llegar la entrada, la misión que me había impuesto me hizo mirar el plato con una avidez que a mí mismo me resultó sorprendente. ¡Ahí estaban, por fin, la cabeza y la cola de aquel bicharraco! Desgarré entonces la carne de sus fauces y entre medio del espinazo. Sentía cómo mis flujos salivales envolvían esa carne en un amasijo blanco que caería esófago abajo hacia los jugos gástricos. Aquellos ácidos lo disolverían para siempre en mí. Y de ahí en adelante sería sólo yo. ¡Primero yo, segundo yo y tercero yo!

Luego de eructar el perfume lácteo de la carne, dejé en la mesa la suma equivalente de mi almuerzo y me retiré del Restaurant.

Arriba, arriba mío y de todo estaba, como siempre, el espectro – reloj que reía y lloraba, y así, empujaba fatalmente a las almas descuidadas.

- ¡Se acabó la hora de colación, señores!¡Está usted atrasada, señorita! – gritaba amenazando con la voz de ultratumba.

- Y usted señor, usted está despedido ¿me oyó? ¡Des pe di do! – despotricó temblando de ira cuando me vio.

No le hice caso. Con la autoridad disuelta en mi estómago me daba lo mismo que el espectro – reloj me despidiera o me excomulgara. Yo podría haberme plantado en la vereda mirándolo desafiante, mientras con una mano me sujetara el pecho y con la otra le advirtiese:

- De ahora en adelante soy yo, ¡primero yo, segundo yo y tercero yo!

Claro que hubiese podido. Pero ¿para qué?

Preferí comprar el diario en un quiosco y dirigirme hacia la plaza a hacer la digestión de ese notable almuerzo.

Por otro lado había que buscar trabajo. Un oficio que me procurara el diario bocado de comida y para que nadie viniera a reprocharme ¡es que tú esto! ¡tú esto otro! A mí la prostitución no era cosa que me interesara. Pero en los avisos de empleo no encontré otra cosa que eso: prostitución. No la del cuerpo. Había quienes se prostituían con su tiempo, sus conocimientos.

‘Se hacen arreglos a las instalaciones del pudor y la vergüenza. Atención a domicilio.’

‘Se legaliza la voluntad de poder.’

‘Se necesitan desmemoriados part time y a tiempo completo. Innovadora compañía importadora de quehaceres postmodernos.’

Solamente al final de aquella sección un título rezaba ‘Relajación e Indulgencias del Cuerpo’. Servicio de sauna y masajes. Seguido de varios nombres de muchachas que atendían aquí o allá.

¡Qué duda cabía que aquello era más noble que cualquiera de las otras extorsiones!

Así supe que el destino me llevaría a ellas. Confirmaría con mis propios ojos y de sus mismas palabras esa hermandad en que éramos hijos de similares designios. Ellas, rameras, pero del cuerpo, no del alma; yo, un pobre diablo, un carpetazo a Prometeo.

No debíamos sentirnos culpables de nada.

La redención es letra muerta.

No habría ofensa más grande para ellas que comparar su milenario oficio con la gestión de un asesino. Eso había que comprobarlo, y para obtener una prueba irrefutable era necesario provocarlas. ¿Qué mejor ejemplo que aquel episodio de Crimen y Castigo en el que Raskolnikov visita a Sonia y le lee un pasaje de la Biblia, buscando el perdón de los pecados para el asesino y la prostituta que eran ambos?

- ¿Cree usted que sea posible la salvación para estos dos réprobos?

La pregunta me salió al camino en tanto subía las escaleras del edificio. Las señoritas trabajaban todas en el mismo piso, ocupando todos los departamentos. De a una les fui leyendo el pasaje del libro y las interrogué sobre su salvación.

La primera me insultó y me cerró la puerta en mis narices. La otra calló de rodillas llorando. Otra me pidió un cigarrillo y se rió de mí.

No pregunté más. La cosa estaba clara. Bajé las escaleras convencido que era así y no de otra forma. Era un cesante más. Dos pisos más abajo un caballero muy elegante esperaba de pie frente a una puerta con una placa de bronce. Buffet decía. El rostro del tipo semejaba al de un soldadito de plomo. Mejillas pálidas y un lunar. Con el ademán de Humphrey Bogart. Cagliostro se titulaba el libro que llevaba en la mano.

- Busco trabajo – le dije -. ¿Sabe usted...?

- Venga – me dijo -. Acompáñeme.

La puerta se abrió y caminamos por un pasillo pequeño. El tipo me condujo a una sala donde se encontraba su supuesto colega, un individuo que nos saludó en silencio después de quitarse su sombrero de copa. Ahí vi que era calvo y que había estado jugando con unos dados que lanzaba sobre su mesa. Hizo a un lado los dados y apuró el trago que tenía en la mano. Con el tipo elegante se dijeron algo en francés. Luego me miró y me dijo:

- ¿De verdad viene a buscar trabajo?

- Sí, pero no... – turbado, no supe terminar la frase.

Abrió un cajón. Sacó un martillo y lo puso encima de una hoja en blanco que tenía en la mesa.

- Sólo tenemos este puesto vacante – dijo -. Destruir para crear.

- Acepto – respondí-.

Las instrucciones fueron precisas.

- Desande el día de hoy y recoja todas las muertes con sus respectivos disfraces. Haga un túmulo con todo lo que junte y cuando haya regresado al alba préndale fuego. Debe enterrar las cenizas en un lugar seguro. La luz matinal dará por terminado su trabajo.

Salí de esa oficina y subí al piso de aquellas niñas que había visitado. Cogí las burlas de una, el llanto de esa otra y los insultos de aquella. Fui al restaurant a rescatar el espinazo y las fauces roídas de tiburón del tarro de la basura. En la oficina descuarticé el esqueleto de mi amada Ludmila y me llevé en un bulto todas las muertes de las que había hecho acopio.

Desanduve el camino y no sólo eso, sino que también deshice el tiempo y llegué de regreso a casa en la madrugada que volvía a transcurrir. Aguardé en silencio. Comenzó a amanecer. En el patio formé una hoguera con las máscaras diurnas de la muerte. El espectro – reloj nunca volvió. Medité en un idioma extinto y me vi alzando los brazos que salían del vientre de mi túnica.


QUILAPAN

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