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AUTOSCOPIA

Introducción a la cinesiología

Introducción a la cinesiología La palabra hablada y la expresión gestual







Decía Goethe que la palabra escrita es simple substituto de la palabra hablada; y es cierto. Pero habría que preguntarse si la palabra hablada es manifestación cabal de todo lo que realmente queremos decir. No parece que con la sola palabra hablada podamos decir todo lo que queremos. Necesitamos, pues, para completar nuestro decir, de gestos y ademanes, de movimientos y actitudes, de muecas, visajes y mohines.







Sabido es que hay pueblos más expresivos y comunicantes que otros. Por gesticulatorios y ademánicos, los italianos expresan y comunican más que los alemanes o los ingleses, por ejemplo.







El europeo, en general, se mueve y gesticula poco al hablar, y por eso cuando va al África, aun cuando conozca la lengua del pueblo que visita, jamás logra ser cabalmente entendido por los nativos, cuya expresividad somática es optima y hasta espectacular; hablar no es para ellos solamente pronunciar, sino una concertación cinética de la corporeidad toda. Así ocurre en Nigeria, según informa el gran investigador del continente negro, Leo Frobenius.







El negro es ritmo, acción, histrionismo. El sacerdote negro del Harlem neoyorquino que predica el sermón del Domingo de Ramos y cuenta que Jesús entró en Jerusalén, caballero en un asno, se monta en el púlpito y remeda maravillosamente la cabalgada. A un predicador blanco no se le ocurriría nunca hacer eso, razón por la cual sentimos desvitalizada y escasamente atractiva su prédica, por huérfana de esa teatralidad inherente a la negritud.







Cinesiología: cine, cinema y emblema







La cinesiología, o la cinésica, si les place este neologismo de Birdwhistell, pero de ninguna manera la cinesis, como dice la traductora del libro de Flora Davis, La Comunicación no Verbal, que además nos endilga kine y kinema, y resulta así grecizante por ignorancia; la cinesiología o ciencia de los movimientos (del griego kínesis, o sea cinesis, vale decir, movimiento) distingue el cine o movimiento apenas perceptible, del cinema o movimiento mayor o más significante.







Los norteamericanos tienen cincuenta o sesenta cinemas para todo el cuerpo, de los cuales treinta y tres corresponden a la cara y la cabeza. Va de suyo que más cinemáticos que los gringos son los bachiches, y más que éstos, los abetunados compadres de Nigeria, y muchísimo menos que éstos, los nipones.







Ahora bien: cincuenta o sesenta cinemas representan sólo una mínima parte de los movimientos corporales.







“En realidad –escribe Davis–, cada cultura otorga un significado a unos cuantos movimientos anatómicamente posibles para el cuerpo humano. Los ‘cinemas’ son a veces intercambiables: se puede substituir uno por otro sin alterar el significado. Si nos limitamos a las cejas, un simple alzamiento bilateral expresa a menudo una duda o acentúa una interrogación, pero también puede emplearse para dar énfasis a una palabra dentro de la oración.”







Es verdad cinesiológica, aunque haya por ahí alguna excepción, y tal vez más de una, que la cultura norma los movimientos corporales de ambos sexos. Si en nuestra cultura las mujeres mueven más las caderas que los hombres y parpadean más lentamente, lo hacen por aprendizaje, no por determinación biológica. Los árabes cierran los ojos como nuestras mujeres, despacio y suavemente, y por esto solo seríamos capaces de tildarlos de afeminados, ya que el cierre ocular pando es, según creemos, impropio de la varonía.







Impropiedad relativa, claro está. Hace más de cien años que la antropología nos lo viene enseñando. Y el mismo Voltaire, que no era antropólogo, pero sí perspicaz, culto y desenfadado, lo sabía muy bien.







El parisiense, decía Voltaire, se sorprende al enterarse de que los hotentotes cortan un testículo a sus pequeñuelos; pero los hotentotes se sorprenderían más si supieran que en París se conserva a los niños los dos testículos.







“Parece ser –escribe Davis– que las mujeres, al menos en el laboratorio, miran más que los hombres, y una vez que han establecido contacto visual, lo mantienen por más tiempo.







“También hay otras diferencias más sutiles.







“Tanto los hombres cuanto las mujeres miran más cuando alguien les resulta agradable, pero los hombres intensifican el tiempo de la mirada cuando escuchan, mientras que las mujeres lo hacen cuando son ellas las que hablan.”



Llámase emblema, en cinesiología, el movimiento corporal que tiene significado preestablecido, como el ademán del degüello, o de la decolación, como decía González Prada, o el ademán del viajante en auto-stop, lo que vulgarmente se conoce como “tirar dedo”.







En este terreno se echa de ver también la relatividad cultural; verbigracia, considérase mala educación sacar la lengua en Occidente, pero en el sur de la China, sacarla denota turbación; en el Tíbet, cortés deferencia; y los isleños de las Marquesas la sacan para negar.







En Ceilán, según Chauvelot, mover la cabeza de derecha a izquierda no significa, como entre nosotros, negación, sino lo contrario: quiere decir sí.







Expresión oral y movimiento corporal







“Cada vez que una persona habla –observa Davis–, los movimientos de sus manos y dedos, los cabeceos, los parpadeos, todos los movimientos del cuerpo coinciden con ese compás.







“Resulta interesante saber que este ritmo compartido se altera cuando hay algunas enfermedades o trastornos cerebrales. Los esquizofrénicos, los niños autistas, las personas afectadas por el mal de Parkinson, epilepsia leve o afasia, y los tartamudos, están fuera de sincronía consigo mismos.







“La mano izquierda puede seguir el ritmo del discurso, mientras que la derecha está completamente desfasada. El resultado, tanto en la vida real cuanto en las películas, es una fugaz impresión de torpeza, una sensación de que algo no funciona en la forma en que se mueve el individuo.”







Arritmia cinética que por otra parte impide la sincronía interaccional.







“La sincronía interaccional –dice Davis– resulta difícil de creer hasta que no se la ve en películas, puesto que en la vida real se produce generalmente en forma demasiado veloz y sutil para ser captada.







“Se produce continuamente cuando se conversa. Aunque puede parecer que el que escucha está sentado perfectamente quieto, el microanálisis revela que el parpadeo de los ojos o las aspiraciones del humo de la pipa están sincronizados con las palabras del que habla.







“Cuando dos personas conversan, están unidas no sólo por las palabras que intercambian, sino por ese ritmo compartido. Es como si fueran llevadas por una misma corriente.’’







Si Flora Davis leyese este artículo...







Estas noticias y muchas más las presenta Flora Davis con claridad y sencillez periodística en su libro La Comunicación no Verbal, publicado por Alianza Editorial. Desde luego, si hubiese sido más culta la autora y mayor su espíritu crítico, entonces tendría su obra el aderezo y enriquecimiento que no tiene. Parifico inmediatamente.







Cuando Davis se ocupa de la desaprobación que merece en todas las culturas la mirada fija y sostenida, no menciona el hecho, porque lo ignora, de que tal desaprobación tiene origen mágico, ya que de antiguo se ha temido el aojo o fascinación, el influjo maléfico que una persona puede ejercer sobre otra mirándola.







Pobretón el noveno capítulo, dedicado a los ademanes. Ha creído la autora que Efron dijo la última palabra sobre el particular. Debió haber consultado la obra de Walter Sorell, The Story of the Human Hand.



Debió también haberse preguntado por qué las mujeres son tan mediocres como oradoras. Lo son, entre otras cosas, porque tienen gesto manual desvaído, carecen de energía ademánica; carencia que estaríamos tentados de atribuir a la cultura, pero he aquí que en casi todas las culturas los ademanes femeninos son suaves y exiguos, salvo en uno que otro caso atípico, como el de la cultura mundogomorense, donde se han virilizado mucho las mujeres.







“Las mujeres realmente elocuentes, las que accionaban bien, que yo he conocido –dice Marañón en su libro La Evolución de la Sexualidad y los Estados Intersexuales–, tenían estigmas netos de virilidad; o los adquirieron más tarde. El valor de la mano en la expresión es un carácter de adquisición tardía en la evolución ontogénica y filogénica, y por eso más propio del varón.’’







En el capítulo sobre el saludo, contráese nuestra autora a la interpretación etológica, que me parece bien y en principio acepto; pero si el lector quisiese leer algo jugoso y penetrante, entonces no vacilaría en recomendarle la “Meditación del saludo’’, de José Ortega y Gasset, donde abundan las consideraciones en torno al apretón de manos y su sentido primigenio; punto interesante al que Flora Davis no dedica ni una sola línea.







Además, contrariamente a lo que ella supone, no siempre es reprochable la insalutación, y aludo a la de despedida; antes bien, puede llegar a ser práctica admisible y hasta fashionable, como ocurrió en Francia, en el siglo XVII, cuando se puso de moda no despedirse de nadie al abandonar una reunión. Eso era lo propio y lo que exigía la etiqueta, al paso que despedirse era falta de educación.





Dr. MARCO AURELIO DENEGRI

Por último, en el segundo capítulo venían al pelo las observaciones de Rollo May sobre los monjes de Athos y el valor de la polaridad sexual; pero Davis, según parece, no ha leído el libro de su ilustre paisano, El Amor y la Voluntad.





Si Flora Davis leyese este artículo, entonces me profesaría desamor; sin razón, por supuesto, o sea muy femeninamente. Sin razón, digo, porque su obra es recomendable, a pesar de las críticas recién expuestas.

http://perso.wanadoo.es/maraudenegri/prueba.htm

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